Baile de máscaras
El Duque entró en el gran salón, la holgada capa formando un círculo a su alrededor, la máscara cubriendo sus facciones hasta la boca. Le acompañaba Júpiter, el Sol mismo, que ya le había manifestado su enfado y su protesta por el disfraz que el Duque vestía sin reparo.
En el interior, gran cantidad de cortesanos disfutaban ya del alegre y banal entretenimiento. Las conversaciones insulsas surgían profusamente, entre encendidas loas a los disfraces y encendidos cortejos totalmente reglados según las convenciones del momento. Danzantes pertrechados como villanos, dioses, héroes o entidades naturales se movían en fluctuantes e impredecibles grupos, como sémola browniana dentro del puchero. Era un día de gran alborozo: había que celebrar que se cumplían seis años y cinco meses de hegemonía del actual (y Eterno) Emperador.
El Duque avanzó, imperturbable. Sabría que estaba condenándose socialmente. Nadie podía violentar las reglas del juego y esperar no ser crucificado por ello. En la Corte, donde la lengua era más letal que la espada, sólo sobrevivía quien mejor se adaptaba a lo que la gente gustaba. Y se notaba, por ejemplo, en los disfraces.
La temática, desde luego, era decidida por la Corte. Nadie sabría decir quién la había escogido, y probablemente todos, a título personal, negaran tener algo que ver con la elección. En definitiva, interesaba el morbo. Los disfraces de villanos, de infames maleficientes, eran la norma. Aquí un Polifemo, allí, menos poético, un Bruto armado de fierro en busca de su César. Aquella, una dulce Dafne que miraba lascivamente a un Apolo, sólo para bajar vergonzosamente la mirada cuando se encontraba con la del revestido de dios, en un gesto más que elocuente. Una Lucrecia Borja tan tierna como perversa, un Cronos ensangrentado con un brazuelo crudo de conejo simulando a su hijo. Los más osados (y los de más éxito social) se atrevían a vindicar incluso figuras cercanas en el tiempo, de bandoleros pocos años ha colgados o republicanos conspiradores del vecino país. Y decenas de disfraces indefinidos: algo de desprecio por la vida, la salud y la bondad, aspecto entre grotesco y seductor. Suficiente para garantizar el éxito en un entorno en el que la autodestrucción, el retorcido código de honor del criminal y estaban de moda, porque desafiar al sistema estando disfrazado, para luego quitarse las vestimentas y volver a adular al Emperador, es sin duda un buen método de catarsis. Y sin riesgos.
Por eso resultó tan llamativo el disfraz del Duque. Él lo esperaba, no obstante. Quienes no esperaban aquello eran los invitados. Uno podía entender que, aparte de los modernos y transgresores, quedasen aún cortesanos, chapados a la antigua, que se caracterizaran como los arcaicos modelos sociales. Hombres de viejas familias y viejas formas de pensar que se vistieran de caballeros andantes, justos reyes de la Antigüedad o grandes guerreros griegos. Mujeres disfrazadas de santas mártires, de doncellas de Lorena, de sufridas esposas de los dioses que aguantan con resignación ser burladas por sus incorregibles maridos. Disfraces de personajes obedientes y bienintencionados, personajes presos de sus palabras y una asfixiante moral impuesta. Personajes virtuosos que ante la fusta del amo se quedan quietos y esperan el siguente golpe. Todo eso, aunque demodé y visto no sin sarcasmo en los círculos de los jóvenes y aguerridos rebeldes de salón, era comprensible, pero lo que se oyó al paso del Duque no era un murmullo de burla, sino de indignación.
El Duque, el excéntrico Duque, había cometido una superficialidad imperdonable: se había atrevido a disfrazarse de sí mismo.
En el interior, gran cantidad de cortesanos disfutaban ya del alegre y banal entretenimiento. Las conversaciones insulsas surgían profusamente, entre encendidas loas a los disfraces y encendidos cortejos totalmente reglados según las convenciones del momento. Danzantes pertrechados como villanos, dioses, héroes o entidades naturales se movían en fluctuantes e impredecibles grupos, como sémola browniana dentro del puchero. Era un día de gran alborozo: había que celebrar que se cumplían seis años y cinco meses de hegemonía del actual (y Eterno) Emperador.
El Duque avanzó, imperturbable. Sabría que estaba condenándose socialmente. Nadie podía violentar las reglas del juego y esperar no ser crucificado por ello. En la Corte, donde la lengua era más letal que la espada, sólo sobrevivía quien mejor se adaptaba a lo que la gente gustaba. Y se notaba, por ejemplo, en los disfraces.
La temática, desde luego, era decidida por la Corte. Nadie sabría decir quién la había escogido, y probablemente todos, a título personal, negaran tener algo que ver con la elección. En definitiva, interesaba el morbo. Los disfraces de villanos, de infames maleficientes, eran la norma. Aquí un Polifemo, allí, menos poético, un Bruto armado de fierro en busca de su César. Aquella, una dulce Dafne que miraba lascivamente a un Apolo, sólo para bajar vergonzosamente la mirada cuando se encontraba con la del revestido de dios, en un gesto más que elocuente. Una Lucrecia Borja tan tierna como perversa, un Cronos ensangrentado con un brazuelo crudo de conejo simulando a su hijo. Los más osados (y los de más éxito social) se atrevían a vindicar incluso figuras cercanas en el tiempo, de bandoleros pocos años ha colgados o republicanos conspiradores del vecino país. Y decenas de disfraces indefinidos: algo de desprecio por la vida, la salud y la bondad, aspecto entre grotesco y seductor. Suficiente para garantizar el éxito en un entorno en el que la autodestrucción, el retorcido código de honor del criminal y estaban de moda, porque desafiar al sistema estando disfrazado, para luego quitarse las vestimentas y volver a adular al Emperador, es sin duda un buen método de catarsis. Y sin riesgos.
Por eso resultó tan llamativo el disfraz del Duque. Él lo esperaba, no obstante. Quienes no esperaban aquello eran los invitados. Uno podía entender que, aparte de los modernos y transgresores, quedasen aún cortesanos, chapados a la antigua, que se caracterizaran como los arcaicos modelos sociales. Hombres de viejas familias y viejas formas de pensar que se vistieran de caballeros andantes, justos reyes de la Antigüedad o grandes guerreros griegos. Mujeres disfrazadas de santas mártires, de doncellas de Lorena, de sufridas esposas de los dioses que aguantan con resignación ser burladas por sus incorregibles maridos. Disfraces de personajes obedientes y bienintencionados, personajes presos de sus palabras y una asfixiante moral impuesta. Personajes virtuosos que ante la fusta del amo se quedan quietos y esperan el siguente golpe. Todo eso, aunque demodé y visto no sin sarcasmo en los círculos de los jóvenes y aguerridos rebeldes de salón, era comprensible, pero lo que se oyó al paso del Duque no era un murmullo de burla, sino de indignación.
El Duque, el excéntrico Duque, había cometido una superficialidad imperdonable: se había atrevido a disfrazarse de sí mismo.