01 diciembre 2005

Atavismos

La mujer dejó suavemente, con amor, el vaso en la mesa. Había sido fiel hasta el final. Con lágrimas en los ojos, más lágrimas de las que creía capaces de guardarse en sus ojos, cogió con suavidad un trapo viejo que había en la mesa, un trapo anodino, pero casero, de los que recuerdan a las excursiones a la cocina a buscar galletas durante las largas tardes de la infancia, y lo dobló suavemente, de esa forma que saben sólo las amas de casa. Secó con cuidado la saliva, que caía leve, perezosamente por la comisuras de aquellos labios, viscoso testigo de la atmósfera no menos viscosa que les oprimía, que entorpecía sus movimientos como los de un buzo.
Él tenía un rictus de dolor. Su cara había permanecido sonriente durante los primeros momentos, mientras su mente era aún capaz de mantener la situación, pero terminó cediendo, cediendo al dolor y a los estertores, pero cediendo también al miedo, al miedo atávico que sus ancestros tuvieron al frío y al hambre, al miedo a la muerte que hace del hombre el más instintivo de los animales, ese miedo que sólo la locura es capaz de suprimir, ese miedo que de cualquier otro modo solo puede ser empujazo, forzado, a algún recoveco de la mente, pero que seguirá, esperando a cualquier despiste de la razón, presto a liberarse y tomar forma.
Así había ocurrido sin duda cuando el hombre aferró la mano de su esposa, en un último intento de huir, de deshacer su decisión, de levantare y gritarse a sí mismo "Eres un imbécil, llevas meses preparando esto sólo por orgullo, por supuesto que no quieres morir, pero has tenido que hacer esto". Durante un momento la mujer vio en sus ojos un destello, frío como la obsidiana, un destello que no se debía al sufrimiento ni a la muerte, era un destello inculpatorio, como si el moribundo quisiera decir a la sufrida esposa que la culpa era suya por hacerle caso, por no ser la madre que se esperaba que fuera, por no haberle dicho en ningún momento que lo que estaba planeando era una tontería, por haberle tendido en el último momento el vaso de cianuro potásico. El reflejo instintivo del niño que, como un soldado cínico, se escuda en la autoridad de su madre para quitarse todo cargo de conciencia.
La mujer recordaba aún esa fría mirada, la veía claramente donde quiera que mirase. Estuvo un minuto, dos en silencio, luego se levantó, colocó la silla en su sitio y se lamentó interiormente por no haber comprado dos dosis de cianuro.

2 Divagaciones:

Anonymous Anónimo divagó...

Creo que nunca había leido algo tuyo similar a esto. Me parece muy bonito. Últimamente encuentro mucha belleza en las cosas que emanan tristeza.

Cuando leo algo, intento meterme en las palabras que estoy leyendo a la espera de poder sentir algo, algún sentimiento que me conmueva (sea para bien o para mal, mientras sea algo digamos puro). Por ejemplo esto que has escrito, ha conseguido que al finalizar de leerlo sienta un nudo en el estómago; eso es lo que me encanta de cualquier tipo de arte (pintura, literatura, música).

Te felicito, al menos por la parte en la que me ha influido el texto.

00:02  
Anonymous Anónimo divagó...

Muy bueno. Me gusta el enfoque que le das, el típico es el del que lo toma, no del que lo da. Me resulta muy acertado :)

03:51  

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